
En un contexto caracterizado por el incremento de la desigualdad social, la intensificación de la polarización política y la creciente desafección ciudadana, la democracia afronta un desafío de carácter estructural: su sostenibilidad en el corto y medio plazo. Diversos acontecimientos sociopolíticos recientes, tanto en el ámbito nacional como internacional, evidencian que la mera existencia de instituciones formales y organismos supranacionales resulta insuficiente para garantizar su vitalidad. La experiencia histórica, parafraseando a los clásicos del pensamiento democrático, muestra que las democracias no se sostienen únicamente por sus reglas sino por los sujetos que las transitan. En este sentido, la democracia solo puede mantenerse y transformarse en beneficio de la mayoría social si cuenta con una ciudadanía crítica, comprometida y capaz de identificar las injusticias y actuar frente a ellas. Dicha ciudadanía no emerge de forma espontánea: se construye, en gran medida, a través de la educación pública.
Desde hace décadas, la educación ha sido presentada como un instrumento de movilidad social dentro de los marcos democráticos. No obstante, su función sociopolítica más profunda (y con frecuencia relegada a un segundo plano) es la formación de sujetos democráticos. Educar no implica únicamente la transmisión de conocimientos, sino también la promoción de valores, actitudes y prácticas que hacen posible la vida en común. Hablar de ciudadanía supone, por tanto, abordar cuestiones de justicia social, participación política y reconocimiento de la diversidad. Numerosas investigaciones en el ámbito educativo han demostrado que la justicia social no constituye un concepto abstracto o meramente normativo, sino una representación social que se adquiere, se transforma y se consolida a lo largo de los procesos formativos.
Tal y como hemos observado en diferentes trabajos de investigación123 realizados desde la Universidad Autónoma de Madrid, el papel del profesorado en el desarrollo de una educación orientada a la construcción de una ciudadanía democrática es fundamental. Los resultados evidencian que la formación universitaria del profesorado tiene un impacto significativo en la configuración de representaciones más integrales de la justicia social, especialmente en su dimensión participativa. Este hallazgo resulta especialmente relevante si se considera que el profesorado no se limita a enseñar contenidos disciplinares, sino que también promueve (o inhibe) competencias, valores y prácticas vinculadas al ejercicio de la ciudadanía y a la convivencia democrática.
Asimismo, los datos muestran que una formación docente sólida puede incrementar la importancia otorgada a la participación democrática de toda la comunidad educativa y al compromiso cívico en entornos tanto presenciales como digitales. Este aspecto adquiere especial relevancia en un contexto en el que buena parte del debate público y de la acción política se desplaza hacia las redes sociales y las plataformas digitales. La ciudadanía del siglo XXI es, en gran medida, ciudadanía digital, y la escuela no puede permanecer al margen de este proceso si aspira a formar plenamente a sus futuros ciudadanos y ciudadanas.
Ahora bien, los estudios también advierten sobre la persistencia de determinadas creencias profundamente arraigadas entre el profesorado en formación que dificultan la consolidación de una ciudadanía democrática robusta. Entre ellas destaca la denominada creencia en un mundo justo: un sesgo cognitivo que lleva a pensar que el mundo es un lugar ordenado en el que cada persona recibe lo que merece. Desde esta perspectiva, el éxito suele atribuirse exclusivamente al esfuerzo individual, mientras que las situaciones de sufrimiento o exclusión se interpretan como consecuencia de errores o decisiones personales, pese a la abundante evidencia que demuestra el peso de factores estructurales y contextuales.
Si bien esta creencia puede proporcionar una sensación subjetiva de control y estabilidad, también conlleva importantes riesgos sociales y educativos. En particular, favorece la culpabilización de quienes padecen situaciones de pobreza, dificultades de aprendizaje u otras formas de injusticia, y dificulta el reconocimiento del carácter contingente y estructural de muchas desigualdades. En términos sociopolíticos, estas creencias operan como mecanismos de desmovilización: si la injusticia se percibe como natural o merecida, se diluye la responsabilidad colectiva de transformarla.
En este punto, la educación pública desempeña un papel insustituible. No se trata de adoctrinar, sino de desnaturalizar la desigualdad; de dotar al alumnado (y al profesorado desde su formación inicial) de herramientas críticas que permitan comprender las causas estructurales de la exclusión social e imaginar alternativas democráticas. La pretendida neutralidad educativa frente a la injusticia resulta, en última instancia, ilusoria: o se educa para la igualdad, la participación y el compromiso cívico, o se contribuye, aunque sea de forma involuntaria, a reproducir las desigualdades existentes.
Es urgente invertir desde las universidades públicas en una formación docente crítica, que refuerce la educación para la ciudadanía e integre la justicia social como eje transversal del currículo y reconozca el papel de la escuela como espacio de construcción democrática.
Miguel Albalá y Edgardo Etchezahar
Profesores de la Universidad Autónoma de Madrid
1 https://doi.org/10.3390/su14127096