
La sequía pertinaz que sufre gran parte de nuestro país desde hace dos años vuelve a poner de relieve la importancia de las políticas en la gestión del agua y cómo la mala gestión puede llevarnos a la confrontación entre comunidades o incluso entre diferentes regiones dentro de una misma comunidad.
La cuestión de la falta de agua no es nueva. La dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) impulsó la creación de Confederaciones Hidrográficas por Real Decreto de 5 de marzo de 1926, con el objetivo de “explotar de forma coordinada el potencial hidráulico del país», considerando el agua como un «bien público» haciendo pagar a los ciudadanos un simple canon, plan que fue desarrollado posteriormente por la II República. La construcción de pantanos con Franco tenía esta base.
Desde entonces, la representación en las Confederaciones Hidrográficas ha obedecido a diferentes intereses contrarios a los de la mayoría social, agravándose con la privatización de las eléctricas y con la división en autonomías tras la Constitución de 1978.
Los Ayuntamientos tienen competencias sobre el abastecimiento de agua potable y el saneamiento y alcantarillado. Por tanto, tienen responsabilidad sobre la reparación de fugas de la red y el control de los consumos de agua urbanos, pero en Cataluña, una de las regiones más afectadas por la sequía, los municipios que abastecen de agua al 78% de la población lo hacen a través de empresas privadas o mixtas, que no han invertido en la reparación de fugas y han sobre explotado los pozos y acuíferos.
Para abundar más en el drama de la falta de agua, la agencia catalana del agua (ACA) no ha hecho sus deberes. Observamos como el agua tratada en la gran mayoría de depuradoras se tira al mar puesto que no es útil ni para el consumo humano, ni para la jardinería ni para la agricultura. Ahora hay que ponerse las pilas y convertir las depuradoras en plantas de regeneración de agua para que su reutilización sea posible.
Ante la falta de agua, la respuesta del Govern de la Generalitat ha sido la declaración de emergencia por sequía en las províncias de Barcelona y Girona, que afecta a un total de 202 municipios y a una población de 6 millones de habitantes. Tarragona, que se abastece del agua del Ebro y del Pantano de Mequinenza, presenta un panorama menos desolador.
Esta declaración de emergencia conlleva una reducción del consumo de «agua de boca» a 200 litros por habitante, y serias medidas de restricción para la industria, los servicios y el sector primario. Además de las restricciones, el aumento generalizado del precio del agua es una constante en todos los municipios.
El Govern de ERC se niega a plantear un trasvase del Ebro a Barcelona, probablemente porque sería incoherente con su negativa histórica a ese trasvase, que le ha hecho ganar mucho rédito electoral que aún conserva en las comarcas tarragoninas del Ebro.
Finalmente, tras la negativa de Las Cortes de Aragón (con mayoría de PP y el apoyo de VOX) para llevar agua a Cataluña, el Gobierno central ha propuesto llevar agua por barco desde la desalinizadora de Sagunto (de propiedad estatal) hasta Cataluña.
El tema de las desalinizadoras es importante porque ya en el año 2009, el Gobierno tripartito de Josep Montilla (PSC) elaboró el Plan de gestión de las cuencas internas de Cataluña 2009-2017 y planificó la construcción de 2 desalinizadoras, una en la desembocadura de la Tordera (en Blanes) y otra en el Foix (en Cubelles). Si ese plan se hubiera implementado, Barcelona y Girona tendrían el agua garantizada desde hace siete años pese a la falta de lluvias. Pero en 2009 volvió a llover, llegó la crísis financiera -con una Agencia Catalana del Agua (ACA) que acumuló una deuda de 1.381 millones de euros- después el procés, y el proyecto de desalinizadoras se quedó en el cajón.
Ahora, ese plan se ha recuperado y parece que están comprometidas esas desalinizadoras. A lo que no parece que se le va a poner coto es a la gestión privada del agua que se ha demostrado incapaz de dar respuesta a las necesidades de abastecimiento de agua y reparación de las fugas.
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