Crisis de la democracia liberal

La segunda llegada de Donald Trump al despacho Oval, es el epítome de la crisis que afronta el sistema de democracia liberal que articula el orden social y de reparto de poder en las democracias occidentales desde el final de la II Guerra Mundial. Crisis que se viene cociendo por la falta de respuesta del sistema a los efectos sociales que se vienen produciendo desde que nos adentramos en el siglo XXI.

Cocción que comenzó el 11 de septiembre de 2001, fecha del ataque y colapso de las Torres Gemelas de Nueva York a manos de terroristas islamistas que causó más de 3000 muertos. Ataque que la ciudadanía global presenció en directo viendo en televisión cómo dos aviones comerciales, en los que podrían haber viajado ellos mismos, impactaban contra las torres expandiendo la sensación de terror y el silogismo de que, si el país más poderoso del mundo había sido atacado en su casa—USA under attack—, cualquier otro podía ser atacado. Ataque que se convirtió en símbolo de la inseguridad y el miedo con el que arrancaba el nuevo milenio que, como segunda derivada, incorporaba el mensaje de que las instituciones democráticas habían fallado a la hora de garantizar la seguridad de la ciudadanía. Como fallaron en los atentados terroristas del 11M de 2004 en Madrid (192 muertos), en Londres en 2005 (56 muertos), en Paris en 2015 (90 muertos), en Berlín en 2016 (12 muertos), por no enumerar todos los habidos en diferentes ciudades europeas en estos veinticinco años.

El descubrimiento fehaciente de que vivimos en una falsa seguridad, en una inseguridad global, se implementó con la crisis económico financiera de 2008, la Gran Recesión según la prensa especializada, cuando estalló la burbuja inmobiliaria y la crisis de las hipotecas surpime, que arruinó a millones de familias, quebró bancos globales de inversión y llevó a la quiebra a varios países occidentales. Ya no solo era la inseguridad frente a la violencia terrorista, sino también por el desvalimiento ante los popes del capitalismo salvaje que venía, y sigue, funcionando sin control ni límite, con el efecto del aumento desbocado de la desigualdad entre ricos y pobres. Según el informe global de Intermon Oxfan de 2023, en la última década, el 1 % más rico ha capturado alrededor del 50 % de la riqueza global.

Hechos que unidos a los casos de corrupción en las esferas de poder en la mayoría de países con democracias asentadas —que no parecen tener fin—, expanden el mensaje de que la política es un nido de corrupción y que todos los políticos son iguales. Mensaje que degrada el sentido de la política y devalúa el sistema democrático y sus instituciones, y se expande por la ausencia de una pedagogía democrática que desarme ese discurso con sentencias ejemplares para los corruptos, y el establecimiento de controles férreos para evitar el desvío de fondos públicos en la adjudicación de contratos, las gabelas de empresarios amigos y el nepotismo familiar.

Ésta sensación de inseguridad creciente, de corrupción constante, de desamparo ante el capitalismo salvaje que beneficia a una minoría que se enriquece sin límite, mientras las economías familiares se estancan porque el trabajo ya no garantiza poder vivir bajo un techo en condiciones y pagar las facturas, fomentan el descreimiento hacia un sistema que no protege ni ampara a la mayoría social. Sistema en el que es muy difícil intervenir para reconducir las políticas delineadas desde el poder que afectan a sus vidas cotidianas, que induce a las personas a sentirse discriminadas y a no aceptar nuevos derechos para las minorías sociales, étnicas o de género o que se destinen recursos a los inmigrantes. Idea azuzada por el discurso de la ultraderecha: los inmigrantes nos roban el trabajo, el pan y violan a nuestras mujeres.

Discurso que explota en las redes sociales con furia, con rabia, con insultos hacia todo aquello que cada usuario considera la causa de sus males. Canales que son aprovechados por la ultraderecha y el fascismo para ahondar en la herida con mentiras y falsedades que apelan a los sentimientos más viscerales, con mensajes de una simpleza rayana en el infantilismo que concentra en un enemigo, real o ficticio, para exacerbar la ira contenida contra un sistema que no responde a las necesidades e ilusiones de los ciudadanos. Vía inmejorable para el discurso disruptivo y populista centrado en la idea, proto fascista, de que el sistema de democracia liberal no ofrece un futuro ni claro, ni seguro ni estable ni mejor que el de las generaciones precedentes. Un futuro sin futuro.

Mensaje que busca acentuar la quiebra del binomio democracia—liberalismo que viene siendo el eje axial de los sistemas democráticos, y abre el camino a un nuevo modelo de satrapía que supone una actualización de los regímenes de monarquía absolutista del pasado: todo para el pueblo, pero sin el pueblo. A un iliberalismo o democracia sin derechos como apunta el politólogo y profesor de la Universidad Johns Hopkins,Yascha Mounk, en su libro <<El pueblo contra la democracia. Por qué nuestra libertad está en peligro y cómo salvarla>>, asentado en un creciente número de votantes que, según Mounk, no están dispuestos a tolerar los derechos de las minorías, mientras los poderosos están cada vez menos dispuestos a ceder ante la presión de las clases medias y menestrales.

El efecto es una sociedad progresivamente menos empática con las minorías y el multiculturalismo, que una parte de la ciudadanía empieza a percibir como una amenaza consecuencia de los mensajes de la ultraderecha que califica la inmigración como una invasión cultural que destruye los valores tradicionales de la mayoría. Así, el otro, el que viene de una cultura diferente pasa a la consideración de enemigo, borrando de un plumazo el hecho verificado a lo largo de la historia de que la mezcla, la mixtura de razas y culturas, la simbiosis entre ellas, siempre enriquece a las sociedades y hace avanzar a Sapiens.

La secuela de todo este mejunje no es solo el desprestigio del sistema democrático que garantiza derechos y libertades, sino la simplificación del pensamiento, del análisis y la reflexión que favorece la llegada al poder de personajes con una oquedad cultural, ausencia de conocimiento y una simplicidad mental sin precedentes. Propagadores del rechazo a las reglas del juego mediante la puesta en cuestión de los resultados electorales si no les favorecen, y que no reconocen la legitimidad de los gobiernos de coalición con más apoyo parlamentario que el partido ganador de las elecciones. Todo para inocular la idea de la bondad de Gobiernos fuertes, de ordeno y mando sin rechistar, que saben lo que hay que hacer para acabar con todo aquello que atenta contra la tradición y las buenas costumbres que alienan la mente: ¡Se acabó que hasta los gatos quieran zapatos!

Enfrentar estos graves problemas que ponen en crisis a las democracias liberales exige, como primeras medidas, atenuar la desigualdad entre ricos y pobres, atender con preferencia a los sectores menos favorecidos, poner controles férreos a los monstruos digitales, y promover con ahínco los beneficios de la democracia multiétnica y del avance tecno científico para favorecer la comprensión sin miedo de ambos fenómenos imparables.

Vicente Mateos Sainz de Medrano.
Periodista, profesor universitario y
Doctor en Teoría de la Comunicación de Masas