
Pero el hombre no es algo abstracto, un ser alejado del mundo. Quiendice: “el hombre”, dice el mundo del hombre. (Karl Marx, 1844, Introducción a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel).
Las revoluciones liberales que sacudieron los territorios de ambos lados del atlántico entre 1776-1848 pusieron fin al Antiguo Régimen, como lo denominó Alexis de Tocqueville. Estas revoluciones, mediadas por los ideales del liberalismo político y el nacionalismo, eran la otra cara de la revolución económica que se había desarrollado en Inglaterra medio siglo antes. La revolución industrial vino impulsada por una mentalidad abiertamente capitalista que sacudió los cimientos del modelo gremial. El poder que adquirieron los nuevos empresarios en las decisiones laborales con el fin de obtener el máximo beneficio, según el planteamiento del nuevo Homo oeconomicus, convirtió a los trabajadores de la industria en una mercancía más. Relegados de los derechos civiles propugnados en las revoluciones atlánticas, los nuevos individuos no propietarios no eran sujetos de derecho, sino más bien objetos de hecho. Un artículo del periódico británico el Gorgon, publicado el 26 de septiembre de 1818, relacionaba el progreso material de Inglaterra con la explotación de los nuevos trabajadores industriales: “el trabajo del tejedor, el hilandero, el tintorero, el herrero, el cuchillero y cincuenta más (…) constituye el principal artículo de circulación en este país. Nuestros comerciantes han extraído sus riquezas, y el país su gloria, comerciando con la sangre y los huesos de los oficiales y los braceros de Inglaterra.”
Las nuevas experiencias de clase en la industria y el campo fomentaron expresiones de rebeldía más allá de los motines del hambre característicos de los siglos del Antiguo Régimen. El movimiento obrero surgió en el siglo XIX como una respuesta al advenimiento de la industria capitalista, según E.P. Thompson (1963, La formación de la clase obrera en Inglaterra), como “resistencia a un cambio cultural profundo en las formas de vida de la clase trabajadora”. En este sentido, el movimiento ludita, fue una respuesta al fin del sistema gremial. El nuevo modelo industrial eliminaba la cualificación para los oficios, promoviendo la contratación de trabajadores no cualificados, mujeres y niños, a la vez que introducía maquinaria para aumentar la productividad y abaratar costes. Los luditas, que no eran otra cosa que artesanos agrupados en asociaciones de oficios, veían peligrar su forma de vida y optaron por la asociación y la acción directa, amenazando a comerciantes y fabricantes, asaltando fábricas y destruyendo máquinas, a la vez que demandaban un salario mínimo legal, prohibir la contratación de mujeres y niños y prohibir los productos de baja calidad. Con la extensión de la industrialización al continente europeo y Estados Unidos, la nueva experiencia de clase favoreció la creación de una nueva conciencia de clase. Mientras en Filadelfia, Estados Unidos, se constituía el primer Partido de los Trabajadores en 1828, en Inglaterra se creaban los primeros sindicatos de clase como la Gran National Consolidated Trade Union (1833) y la London Working Men´s Association (1836). Entre 1838-1848, el movimiento cartista inglés comenzó a demandar el sufragio universal y una mayor democratización del sistema liberal donde los trabajadores tuviesen representación y capacidad de elaborar leyes que defendiesen sus derechos, antecediendo así a los partidos socialdemócratas, los cuales surgirían con fuerza en el último tercio del siglo, como fueron el Partido Socialdemócrata Obrero de Alemania (1869), el Partido de los Trabajadores de Estados Unidos (1876) o el Partido Socialista Obrero Español (1879).
A mediados del siglo XIX, tras las revoluciones de 1848, el denominado socialismo científico –marxista- y el anarquismo comenzaron a irrumpir en los discursos de los movimientos obreros. Tanto socialistas como anarquistas fundarían en Londres (1861) la Asociación Internacional de los Trabajadores, una asociación que promovía la revolución social como forma de emancipación de la clase obrera. El discurso estaba cambiando. Ya no solo se reivindicaban mejoras laborales y la democratización del sistema liberal. El propio sistema liberal era el problema, había que cambiarlo mediante la revolución social. El conservador Alexis de Tocqueville, agudo analista por su parte, comenzó a verlo en las revoluciones desarrolladas en Europa en 1848, especialmente en Francia, donde se proclamó la II República. En sus Recuerdos de la Revolución de 1848, Tocqueville vio un cambio profundo producido en las reivindicaciones populares con respecto a revoluciones anteriores: “¿no ven ustedes que sus pasiones se han convertido, de políticas, en sociales? ¿No ven ustedes que, poco a poco, en su seno se extienden unas opiniones, unas ideas que no aspiran sólo a derribar tales leyes, tal misterio, incluso tal gobierno, sino la sociedad misma, quebrantándola en las propias bases sobre las cuales descansa hoy?” En realidad, los movimientos obreros franceses estaban recuperando algunas de las posturas formuladas durante la Convención Nacional (1792-1794) de la I República Francesa, en concreto las desarrolladas durante el gobierno jacobino.
Con el desmoronamiento del II Imperio de Napoleón III (1852-1871) tras la guerra franco-prusiana, mientras Guillermo II se proclamaba emperador del II Reich alemán en Versalles, en París un movimiento insurreccional popular acabó tomando el poder. En la mañana del 18 de marzo de 1871, París despertaba con gritos de ¡Viva la Comuna! Se había constituido el primer gobierno de la clase obrera de la historia, la primera experiencia real del socialismo autogestionario. Como bien señalaría Marx (1871, La guerra civil en Francia), lo que se había producido era un nuevo régimen con “anhelo de una República que no acabase sólo con la forma monárquica de la dominación de clase, sino con la propia dominación de clase”. La respuesta del liberalismo conservador tanto en Europa como en Estados Unidos fue la represión ante el miedo de la extensión de la revolución social auspiciada por la AIT.
1º de mayo de 1886. Se habían convocado huelgas en Estados Unidos pidiendo la consecución de la jornada laboral de ocho horas. La mayoría de los trabajadores dedican entre catorce y dieciséis horas al trabajo, desde las cuatro de la mañana hasta las ocho de la tarde. Gobernantes, grandes magnates, policía y prensa se organizan para tumbar cualquier reivindicación del movimiento obrero, procediendo, si es necesario, de la forma más brutal. Todavía muchos trabajadores tienen en su memoria la huelga del ferrocarril de 1877, una huelga realizada en el sector simbólico del nuevo capitalismo corporativo estadounidense. Con la crisis de 1873, como siempre, los grupos asalariados debían pagar el pato. Los salarios habían descendido y las condiciones laborales eran cada vez más duras. La reacción fue desmedida. Tropas federales y ejércitos privados de las empresas ferroviarias se cobraron cien muertos y cientos de heridos, listas negras y muchos detenidos, mientras los líderes empresariales aprovecharon para ejecutar reducciones salariales y despidos masivos, purgando a cualquier trabajador susceptible de pertenecer a algún partido o sindicato obrero. Tienen miedo de que se desarrolle una revolución como la Comuna de París de 1871, tienen miedo de la primera supuesta conspiración comunista que se cernía, como un fantasma, sobre Estados Unidos. La patronal se apoya cada vez más en el incipiente gansterismo, convertido en brazo paramilitar de la patronal para reprimir y boicotear manifestaciones, mítines y huelgas de los trabajadores. Sin embargo, los trabajadores no reculan, no se achantan. Impulsados por la desesperación de sus condiciones de vida y de trabajo, cada vez son más los que se unen a sindicatos y partidos obreros.
1º de mayo de 1886, Chicago, la metrópoli del medio oeste estadounidense. Cincuenta mil trabajadores han abandonado el trabajo y han declarado la huelga general. Sorprende la serenidad de los obreros, firmes y pacíficos durante toda la jornada ante las provocaciones de la patronal. 2º de mayo de 1886. Esquiroles contratados por la patronal y amparados por la policía atacan a los piquetes que se encuentran en las puertas de la fábrica de maquinaria agrícola de McCormick. 3º de mayo. Los trabajadores en huelga organizados por los sindicatos reaccionan con un mitin en las cercanías de la fábrica. Cuando el anarcosindicalista August Spíes está hablando, salen de la fábrica cientos de esquiroles para cargar contras los manifestantes, a la vez que aparece la policía y comienza a disparar. Cuando el caos comienza a disiparse, yacen en el suelo decenas de heridos y seis muertos. 4º de mayo. Los anarquistas vinculados a la AIT y la Central de Sindicatos de Chicago convocan un mitin en Haymarket Square al que acuden más de quince mil trabajadores. En este mitin toma la palabra el anarcosindicalista Samuel Fielden. Aunque ha comenzado a llover, la mayoría de los trabajadores sigue en la plaza. Ciento ochenta policías hacen su aparición y avanzan para dispersar a los manifestantes. Un ruido atronador sacudió la plaza. Una bomba había sido tirada contra la policía, que reacciona disparando contra los trabajadores. Cuando termina el caótico y sangriento evento, yacen en el suelo sesenta personas entre muertos y heridos, tanto policías como manifestantes. ¿Quién tiró la bomba? No se sabe. La prensa amarilla, controlada por la oligarquía de Chicago, señala que es una respuesta de los trabajadores a los acontecimientos del 3 de mayo; los acusados, por su parte, defienden su inocencia y su actitud pacífica, señalan que ningún manifestante iba armado y que la bomba fue tirada seguramente por algún esquirol o policía infiltrado, pagado por la patronal para justificar la dura represión que vendría a continuación. ¿Quién tiró la bomba? Nunca se supo. Cientos de trabajadores fueron detenidos y el juicio a los mismos estuvo mediado por el amaño de pruebas, testigos falsos y miembros del jurado comprados. Quince anarquistas fueron acusados de asesinato: ocho fueron juzgados y siete condenados a muerte. Uno de los reos se suicidó en prisión, dos vieron sus sentencias conmutadas a cadena perpetua y el resto fueron ahorcados en noviembre de 1886.
En 1904, la II Internacional, excluidos ya los anarquistas tras las disputas internas en la I Internacional con los marxistas, reivindicó que todos los primeros de mayo se realizasen paralizaciones y huelgas con el fin de obtener la jornada laboral de ocho horas, como acto en memoria a la lucha de los trabajadores de Chicago en 1886. En España se consiguió tras la Huelga de la Canadiense en Barcelona, cuando el 3 de abril de 1919 el gobierno de Romanones decretó la jornada máxima legal de ocho horas. Se convertía así en el primer país europeo en reconocer dicho derecho, seguido por Francia apenas dos meses después. El 1º de mayo fue adoptándose a lo largo del siglo XX en varios países como día festivo, como Día Internacional de los Trabajadores. Es un día donde no solo no se trabaja, sino un día donde los trabajadores del siglo XXI deberíamos recordar que los derechos laborales han costado mucho sufrimiento, muertes y luchas, y que hoy más que nunca, en un contexto de capitalismo salvaje, es necesario salir a la calle a defenderlos y a cuestionar un modelo capitalista, que, aunque nos lo quieran hacer pensar, no es una consecuencia natural e inevitable de la naturaleza humana. Otro mundo es posible.

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